Vivir y morir en tiempos del 2.0




Obvio que en este espacio tendríamos que hablar (y lo haremos) de la Secretaría de Cultura, próxima a crearse de acuerdo con el anuncio del Ejecutivo Federal durante su Tercer Informe de Gobierno. Sin embargo, no dejo de darle vueltas a esa imagen que descorazona y nos obliga a mirar lo que rompe la mirada de cualquiera, la escena del solitario e indefenso niño sirio -Aylan Kurdi- que yace ahogado a la orilla del mar en Turquía. Tampoco dejo de darle vueltas a este “oficio de tinieblas”, el periodismo, y al heterogéneo intercambio de ideas, frases, versos, memes, fotografías, música y ese puñado de mensajes que ustedes y yo compartimos a través de las redes sociales. También por estos días, leo “Pulgarcita” de Michel Serres, sabiendo que eligió este título (y no “Pulgarcito”) porque sus provechosos cuarenta años impartiendo clases le han permitido “ser testigo de la victoria de las mujeres en diversos ámbitos”, al interior de una sociedad todavía machista que las penosas estadísticas dejan al descubierto.

Todo esto me provoca más preguntas que respuestas: ¿Cómo gestionamos el conocimiento? ¿Cómo utilizamos la información que circula en el universo digital para mejorar nuestra vida real, la de todos los días? ¿Lo estamos haciendo bien? ¿Hacia qué tipo de sociedad futura nos encaminamos? ¿De qué victoria habla Serres? No lo sé con exactitud, pero pienso que la tecnología no solo está cambiando lo que hacemos (el periodismo, la enseñanza, la investigación o la comunicación) y cómo lo hacemos (en línea, offline, colectivo y horizontal, público o privado), sino que también está cambiando lo que somos. Estar juntos sin estar, sentir que poseemos el asombroso don de la ubicuidad, emprender activismo cibernético sin participar en los asuntos de la colonia, ocultarnos detrás de una pantalla o simular que no estamos porque “el mensaje no ha sido leído”, son las nuevas formas de vincularnos con los demás y con nosotros mismos.

Ahora preferimos la compañía virtual o a la distancia, frente al contacto directo y cercano con nuestros semejantes. ¿Por qué? Porque -así lo creo- eso nos da la posibilidad de controlar las turbulencias y aquellos aspectos que durante una conversación vis à vis sería imposible hacerlo. Editar (nos), borrar (nos) o bloquear (nos); compartir con amigos o con el mundo, seguir o silenciar a otra persona, recibir o no una notificación, son acciones que nos liberan del conflicto que encierran las relaciones interpersonales (tan demandantes como hacer el cálculo de impuestos), pero que también nos impiden percibir su extraordinaria riqueza. Conectarse nunca será el equivalente a conversar, así como enviar un tweet nunca reemplazará el ofrecer un fuerte y confortable abrazo. No es romanticismo, es algo que a todos debería, al menos, motivarnos una mínima reflexión.

Somos (entregamos) fragmentos de vida en vez de vidas completas. Por supuesto que emociona recibir un mensaje vía WhatsApp, pero ese “Hola ¿Cómo estás?” por sí solo, de ninguna manera nos proporciona la hondura para reconocernos, aceptarnos y entendernos. Huir del riesgo que implica interactuar, también nos está alejando del hermosísimo riesgo de encontrarnos con el yo interno y de estar ahí para alguien más con nuestros mejores soportes técnicos: la voz y el cuerpo. Sustituir el hablar por el chatear, en ocasiones genera además esa sensación de que “nadie nos escucha”. Sentimos lo gélido de la soledad, pero le tenemos pavor a la intimidad y esto lo solucionamos “conectándonos” y haciendo “amigos” en perfecto aislamiento. “Vivimos un solipsismo colectivo”, indica Slavoj Žižek.Ojalá podamos tener el coraje de estar solos y la valentía de arriesgarnos a estar juntos”, decía Eduardo Galeano.

Los distintos modos de desbordamiento comunicativo producen, sin así proponérselo del todo, una idea de abundancia infinita (quizás de información), más no de emociones. Escribió Paul Bowls “(...) pensamos en la vida como un pozo inagotable. Sin embargo, todo pasa sólo un cierto número de veces y, en realidad, muy pocas. ¿Cuántas veces más recordarás una tarde de la niñez, una tarde que se volvió una parte tan profunda de tu ser, que no concibes la vida sin ella? Tal vez cuatro o cinco veces más. Tal vez ni siquiera eso. (...) Sin embargo, todo parece ilimitado”. Quizás sería bueno recordar que la finitud es uno de los rasgos más significativos del hombre, que además implica una valoración de la vida, la de uno, la circundante y la de cualquier otro ser humano sobre la tierra.

¿Cuántas veces más recordaremos la noticia de los 72 migrantes muertos y localizados en San Fernando, Tamaulipas? ¿Cuántas veces más sentiremos el frenético impulso de salir a las calles y reclamar justicia para los 43 estudiantes de Ayotzinapa, Guerrero? ¿Cuántas veces más nos asfixiará saber de la muerte del fotoperiodista Rubén Espinosa o del pequeñito sirio que una vasta porción de la humanidad observó tendido sobre la playa, o de tantos otros en tantas otras partes? ¿Cuántas veces más recordarán que leyeron estas líneas y yo que las escribí?

En cuanto al periodismo, sigo pensando que no es suficiente con tener acceso a la información o generarla, todos juntos; con distribuir ampliamente el conocimiento o generarlo, todos juntos. Tampoco soy ingenua, sé que el oficio no atraviesa por su mejor momento (¿hay mejor momento?) y alcanzo a comprender las limitaciones y problemática de los medios; sin embargo, más allá de la obsolescencia de las instituciones actuales, estoy convencida que este escenario internacional que rápidamente estamos construyendo, requiere de profesionales que sepan mirar el trasfondo de un hecho, que se tomen el tiempo y el espacio para contar una historia, para exponer una versión de la realidad que no sea plana, que consideren la duda, que analicen y despierten a una sociedad ocupada en sus propios asuntos, en el entendido de que en esta nave las personas han dejado de ser pasajeros (pasivos) para transformarse en conductores (activos). Y para eso, hay que capacitarse y definir las habilidades que delimitan el gesto periodístico. Pensar que la singularidad de una creación, el saber con progenitor específico o la personalidad inmersa en un acto creativo se contraponen per se a lo común y por ello deben diluirse en el todo, resulta tan excluyente como decir que el conocimiento solo se encuentra en un aula universitaria.

No hablo de tirar a la basura nuestros dispositivos móviles ni de defender a ultranza un campo de acción o una autoría, pero sí de conformar un conjunto de afectos reales, de estimar quiénes somos en solitud y de fomentar un genuino diálogo entre seres humanos que se traduzca en una efectiva colaboración pluridisciplinaria (periodismo, educación y cultura, por poner un ejemplo); hablo de comenzar a ver el conflicto de involucrarnos como algo bueno, de escribir este tipo de cuestiones para que el pensamiento germine, para que llegue a destino (sea como controversia o como aceptación) y de hacer a un lado la fascinación por la tecnología (en la que me incluyo), para apreciarla en su justa dimensión. Quizás esta sea la gran victoria de nosotras, las Pulgarcitas, y del género humano en este siglo.

A veces solemos pensar los problemas personales y los colectivos, como una situación excepcional (esto solo me sucede a mí, esto solo pasa en México, decimos), pero no es así. La vida (toda) es ya una situación excepcional, por eso tenemos la obligación de aprovechar cada minuto para intentar capturarla como en un primerísimo primer plano cinematográfico. Luis Carlos Rodríguez en 7/24 nos dice que la tragedia de los migrantes es global. Señala Jorge Zepeda Patterson en El País, que la única clase que no recibimos en la escuela fue la indignación; Robert Fisk, en La Jornada, se pregunta si hemos perdido la compasión y María Fernanda Ampuero en Frontera D, publica ¿Por qué no nos matan?, relato que pormenoriza el sentir de los más de 300 mil refugiados e inmigrantes que han cruzado el mediterráneo, huyendo de “la puta guerra (…) que ha arrancado de cuajo todo lo que olía a vida cotidiana”.

Demos la vuelta al traje para ver la costura: ¿Qué pasaría si esta vida fuera de línea, la auténtica, nos estuviera poniendo hoy frente a una modesta pero intempestiva oportunidad de reencontrarnos con fecha de vencimiento? ¿Y si se tratara, quizás, de una posibilidad microscópica, una inefable coyuntura que tiempo después valiera la alegría recordarse? Agregar innovadoras tecnologías y aprendizajes que nos dejan con la boca abierta, no significa forzosamente que debamos prescindir de ciertos elementos de gran valor y cohesión que ya tenemos. En lo personal, siempre estaré a favor de implicarse, comprometerse, mezclarse y enredarse porque sentir no nos hace más débiles o vulnerables de lo que ya somos, pero sí más dignos y más nobles.

Cuando veo el mutismo de muchos mexicanos o a la gente quedarse cruzada de brazos con el veneno de la desconfianza en los ojos; los ardientes prejuicios que se imponen, la incapacidad de expresar un sentimiento o el pesado temor a hacerlo. Cuando veo a quienes sobrellevan una triste existencia, a la prensa que se autocensura o esos rostros invadidos por la conformidad o el desapego, pienso que debemos tener cuidado y permanecer muy atentos, porque esta serie de entrecruzadas desventuras, de a poco nos enferman, nos están matando. Admitámoslo, esto es lo que nos está doliendo.

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